Los rotos.



 


 

Rondaban las cuatro de la mañana y la cerveza, que hasta ahora había estado fluyendo torrencialmente por las gargantas, fertilizando las conversaciones, ahora formaba lagos en los estómagos hinchados. Las voces roncas y desafinadas quebraban el descanso de varios vecinos cantando himnos de juventud desenfrenada. En una de las esquinas de la azotea estábamos Eva y yo. Ella estaba apoyada con ambos codos, con las piernas cruzadas y con el cuerpo inclinado hacia delante, sobre la barandilla; fumaba mirando al final de la noche y hablaba gravemente. De vez en cuando bajaba la mirada para encontrarse con mis ojos, que la observaban sentados en un silla baja, de esas que se ponen delante del fuego para manipularlo. Nos habíamos alejado un poco de la fiesta, que se desarrollaba a cien por hora unos metros más allá. Eva no se sentía muy cómoda allí y a decir verdad, yo tampoco, por eso empezamos una conversación que duraba ya toda la noche, con la intención de no tener que prestar atención a los demás, que aunque nos caían bien, no estaban teniendo una borrachera agradable. Desde el otro extremo de la azotea llegó el ruido de una botella rompiéndose: el último litro que quedaba. Giramos la cabeza para ver qué había pasado. Los cristales rotos de color ambarino se esparcían por todo el suelo y una mancha oscura iba creciendo en el suelo, dirigiéndose hacia donde estábamos por culpa de la pendiente.

— ¿Ves? Siempre termina rompiéndose algo — dijo Eva absorta en el río que serpenteaba lentamente entre los baldosines levantados.

— Es lo que tiene el dejarse llevar.

— Eso me suena a eufemismo. Es muy pequeña la diferencia entre dejarse llevar y huir.

— ¿Crees que están huyendo de algo? — lancé una mirada hacia la fiesta, que pese a la desgracia del litro, seguía imparable. Varios estaban abrazados y se dedicaban palabras amorosas acompañadas de golpes de camaradería en el pecho. El alcohol y la noche los hacía quererse muchísimo.

— Claro que están huyendo. Nosotros también estamos huyendo.

— ¿De qué?

— Ellos ni idea. Nosotros huimos de ellos. ¿O acaso has hablado con alguno en las últimas dos horas?

Eva me lanzó una mirada inquisidora antes de dar la última calada al cigarrillo, luego lo dejo volar y acabó por estrellarse contra el suelo de la calle, estallando en diminutas chispas. Supongo que tenía razón. Si no hubiera estado hablando con ella me hubiera ido a mi casa hacía ya un buen puñado de horas. La razón misma de que yo estuviera allí era una huida, o un dejarme llevar, ahora empezaban a confundirse los conceptos en mi cabeza. Un día duro emocionalmente me había espoleado a salir y a no pensar en nada sino en la siguiente cerveza.

— Yo me siento como esta cerveza — Eva señaló al suelo. El río estaba a punto de llegar al final para caer los más de diez metros que nos separaban de la calle.

Nos quedamos en silencio observando la desembocadura. Tímidamente avanzaba, como si no quisiera llegar pero sin poder oponerse a la gravedad. Daba la sensación de que se agarraba a los baldosines para frenar, pero finalmente pasó lo que tenía que pasar y con un chorrito como de un niño pequeño al que su madre le ayuda a mear entre dos coches, la cerveza terminó su viaje.

— ¿En qué sentido? — pregunté.

— En mitad de la fiesta, rota y sin importarle a nadie. Mira como nadie ha recogido los cristales, o los esquivan o los pisan y trituran. ¿Has visto que ni se les ha ocurrido ir a por la fregona? Les da igual, no es suya la casa y eso significa barra libre para la suciedad; la irresponsabilidad siempre ensucia las cosas.

— ¿Estás rota? — me incliné hacia delante con la intención de posar una mano en su pierna, para que me sintiera cerca, pero con una mirada repentina y dura, entendí que no iba a aceptar con agrado esa muestra de cariño.

— Todos estamos rotos. Lo que nos diferencia es el tamaño de los trozos y la pericia para volver a unirlos. Si quieres, claro. Hay gente que camina por la vida con un hueco en el pecho, o en el cerebro, por el que todas las noches entran zumbones mosquitos que no dejan dormir. Normalmente, después de que algo estalle y se recojan los pedazos, se intenta reconstruir. ¿Qué usas como pegamento? ¿Hasta qué punto es agradable sostenerse entre las manos como un puzzle sin instrucciones?

— Eso no es del todo malo, queda el consuelo de que así te conoces mejor — dije, sin saber si necesitaba apoyo, comprensión o simplemente mis oídos para desahogarse.

— Ya, da igual lo que pase: siempre es una excusa para conocerte mejor, ¿verdad? Pero tienes razón. Cuando te sostienes entre las manos y piensas qué hacer contigo, por dónde empezar, como si sostuvieras una delicada criatura que no puede valerse por sí misma, sientes una responsabilidad enorme. La cabeza centrifuga ideas sobre la imposibilidad de volver a ser tú, se detiene en los pormenores trágicos, en las pequeñas pérdidas irrecuperables, en la posibilidad de estar siempre afilada. Pero entonces empiezas y al principio las piezas encajan casi sin esfuerzo; trozos grandes con picos puntiagudos forman la base, y se empieza atisbar la forma original. Depende de lo que se rompa necesitas añadir al pegamento algo más; en ocasiones, si se trata del amor, suelen funcionar las lágrimas, pero si se trata de las emociones, muchas veces la sangre coagulada une mejor los pedazos.

— ¿Y si son los pensamientos?

— Sabía que me ibas a entender — dijo tras una pausa de unos segundos, que utilizó para saborear mi pregunta, que por la mueca que se dibujó en sus labios, le había gustado.

— ¿A qué te refieres?

Eva se recolocó, girando su cuerpo para ponerse frente a mí, el brazo apoyado descuidadamente en la barandilla y un nuevo cigarro saliendo del paquete. Los de la fiesta estaban desapareciendo, al no quedar ya cerveza las ganas de seguir de pie se evaporaban. Divididos en pequeños grupos iban bajando, quien sabe si al piso o a sus casas. Uno de ellos hizo el ademán de acercarse a nosotros, pero un gesto de la cabeza de Eva lo detuvo. Tras unos segundos dubitativo, se encogió de hombros y masculló algo antes de que su cara se contrajera en una mueca amarga. Luego giró sobre sí mismo y de un salto se metió por la puerta. Cuando el silencio se hizo más denso, sólo resquebrajado por voces y ladridos lejanos, Eva, que había estado mirándome como si pudiera ver mi interior, sonrió.

— Yo tengo una especial predilección por las cosas rotas. Pero no te creas que es porque me siento capaz de arreglar nada, más bien es porque me gusta la historia que esconden los pedazos, las astillas; observo el filo de cada trozo, algunos son cuchillos, otros alfileres y unos pocos son romos. Lo roto tiene una promesa dentro de sí que augura un nuevo comienzo, como si las partes separadas, al mantenerse lejos el suficiente tiempo, pudieran, al reunirse, formar otra cosa distinta a la que fue. La rotura es, en mi infantil imaginación que aún busca la magia, una nueva posibilidad de cambiar. Pero lo que pasa es que yo no soy buena con las manualidades. Siempre he tendido más a la cicatrización que a la sutura. Pero si dejas que sea el tiempo quien cure las heridas no puedes quejarte de que falten cosas, o que no estén en su sitio, pues en el suelo, tras estallar, las esquirlas se dispersan y confunden, y si lo que se ha roto es la taza donde calentabas el amor que te despierta por las mañanas, igual es imposible reconstruir el asa, y a partir de ahora tienes que quemarte las manos si mediste mal el tiempo en el microondas. Yo sé que tú también estás roto, por eso me entiendes. Veo en tu superficie huecos en blanco, agujeros negros que se tragan mi mirada. Sé de lo que hablo, mis ojos son una linterna que ausculta la oscuridad. Otro problema que surge de las cosas rotas es que se vierte lo que dentro se ponga. Yo he tenido rota la autoestima mucho tiempo, la intenté pegar como la recordaba; conseguí que se pareciera después de darle muchas vueltas, pero faltaban algunos trocitos, de tamaño insignificante, pero que, cuando se llenaba, si se la zarandeaba un poco, se escapaban pequeñas agujas de agua, delgadas y finas, en todas direcciones. Tardaba mucho en vaciarse, pero la presión del agua por salir por tan estrecho hueco, horadaba y descascarillaba los bordes, abriéndose espacio poco a poco. Esa autoestima desparramada salpicaba a los demás, y un poco vale, pero un chorro constante, molesta. Y si te empeñas en tenerla siempre llena, acaba por volver a estallar. La putada son los agujeros en la base, pues entonces no importa la cantidad que quede, se va a perder y cuando las vasijas se secan se endurecen, y al mínimo golpe se vuelven a romper. Lo roto tiene esa historia trágica dentro.

— ¿Y a ti qué es lo que te falta? — pregunté, con toda la curiosidad del mundo.

— Esas cosas no se preguntan.

— ¿Por qué no?

— Porque nunca podría saberlo. ¿Qué me falta? ¿Ese hueco a llenar tiene que ser cubierto con una pieza única, de forma perfecta y precisa, o, por el contrario, puedo hacer tangram con lo que me encuentro, me dejan o me dan, hasta cubrir la forma? Yo estoy rota porque las piezas que me conforman están diferenciadas por las grietas que establecen las fronteras de cada cataclismo, piezas supervivientes de tormentas, incendios y terremotos; no todas son mías, hay gente que antes que buscar para pegarse a sí mismo, si ve que te puede servir una parte, te la da. O se la quitas, si no te importa en absoluto. Yo tenía guardado mi amor en un frasquito, bastaba una gota, para tintar años enteros de lo concentrado que era. Cuando, después de muchos experimentos de alquimia emocional, conseguí volver a fabricarlo, no lo guardé en el mismo sitio. Hubo alguien que me dijo que guardar las cosas importantes en frascos de cristal es postureo, que la belleza de lo trágico que pueda pasar ya ha perdido su sacralidad, que lo metiera un algo que aguantase mejor los golpes. Y desde entonces el amor me sabe más a plástico, pero no se me rompe.

— Tienes razón. Te entiendo perfectamente. Nunca lo habría pensado con esas palabras, pero ahora que lo dices, lo siento más o menos igual. Sí es cierto que no he llegado a pensarlo tanto, pero veo claramente a lo que te refieres. Lo roto siempre es testigo de una tragedia. A mí se me rompió la amistad con martillo, a golpes llenos de rabia contra el muro que sostenía mi mundo. E intenté reconstruirla, no ya el muro, pues con los pesados bloques rotos podría construirme otra cosa… e hice un altar. Es bastante tosco y aún no consigo iluminarlo bien por las noches, pero lo que tienen los altares es que es son lugares donde se va a rendir tributo, un lugar de peregrinación donde ocurren liturgias; no es un comedor, no es un salón, que son el tipo de construcciones típicas de la amistad occidental.

— Mis construcciones suelen ser más pequeñas, no tengo grandes bloques ni pretendo faraónicas arquitecturas a las que recluirme.

— Yo tengo varias ruinas llenas de vegetación y vida.

— Yo soy más como una habitación desordenada llena de cosas; se me rompen muchas cosas sobre el polvo que no sabía que aún tenía.

— ¿Y por qué decías que te sentías como esa cerveza? — señalé la mancha negra que había dejado la cerveza al secarse. Pequeñas islas de vidrio estaban en medio del cauce, brillando tímidamente.

— Porque nadie le presta atención. Se rompe y además es gracioso, es un: “qué putada tío” que no demanda reparación, es una pena, nada más. Nadie se lamenta ni se maldice por una cerveza rota, si fuera una copa cara sí que habría caras largas y enfados. Algo en lo que la gente no se molesta en limpiar, que se evapore, si total. Y ha sido verla, porque se la estaban pasando en plan guay, y uno ha intentado cogerla con una mano y no ha sido capaz. Hay cosas que importan que se rompan y otras que no. Es una tontería, pero lo he visto y no he podido evitar pensarlo — la mirada de Eva se perdía ahora por el hueco de la puerta.

Un bostezo repentino interrumpió la conversación como la llamada a comer de una madre. A Eva se le alagaron los ojos y, llenos de pequeñas gotas de sueño que brillaban anaranjadas por las farolas, me dijo que estaba cansada. Yo, que no le había prestado atención alguna a mi cuerpo durante la conversación, me sentí pesado y mareado, con los músculos demasiado relajados. Me levanté y bajamos las escaleras en silencio y cuando llegamos a la encrucijada en la que cada uno iba a casa por direcciones opuestas, antes de separarnos, saltó hacia mí y me dio un beso en la mejilla. Yo lo recibí sin reaccionar. Mientras se alejaba me dijo:

— Eso es un parche. No es mucho, pero algo ayuda. Gracias por escucharme.

Y me quedé mirando cómo se alejaba hasta que giró una esquina.

 

 

Luego, mañana.

 




La alarma del móvil suena por tercera vez. El sonido me llega opacado por las sábanas. Debajo de las cuales lo escondí medio sonámbulo cuando, hace tres horas, sonó la primera alarma. Lo busco a tientas y cuando lo encuentro, mis dedos que aún no han conseguido desperezarse, resbalan al intentar asirlo y éste se va escurriendo hacia el filo de la cama. Y salta. Varios golpes contra el suelo despiertan a mi perro que ladra por si acaso. Me resigno y me muevo para recogerlo. Por suerte la cama está algo separada de la pared y me cabe el brazo.

Ya no tengo excusas para demorar mi incorporación al mundo de los despiertos y sus prisas. Arrastro los pies hasta la cocina y me preparo un café con lo poco que queda. Miro la taza dar vueltas en el microondas con el ánimo adormilado; los ojos se me anegan y tengo que frotarme constantemente para que las lágrimas no recorran mis mejillas. No soporto esa humedad en el rostro. El caso es que no bajan rápidas, si no que su lentitud me exaspera si las dejo en paz. Parece como si tuvieran reparos en dejarse llevar, se agarran como pueden a la piel, descendiendo temerosas, quizás más espesas que su hermanas nacidas de las emociones. Estas son el funeral del sueño, sus últimos estertores.

El pitido avisa del final del baile del café en el microondas. Saco la taza agarrándola por el asa, como se debe hacer, y pongo mis pasos en dirección al estudio, que hoy tengo que ponerme a escribir. Todos los días la misma cantinela. Hoy he conseguido despertarme antes, pero aún así es insuficiente; necesito más horas pero no soy capaz de despertarme a la hora en las que nacen las mañanas. Ahora mismo son las doce, debería haberme despertado, como mínimo, hace tres horas, pero qué va. No soy capaz de madrugar y eso me frustra. Ya estoy otra vez con la picazón detrás de la oreja. Me siento desperdiciar el día, repudiando su luz matinal, discriminando esas primeras horas llenas de frescor y vida en favor de unas noches quizás demasiado largas ya para la edad que tengo y en las que rara vez consigo la plenitud que quiero alcanzar para dormir sonriendo; siempre me reprendo cuando, a las cuatro de la mañana, me tumbo lleno de esperanzas. Soy cruel conmigo mismo cuando los días se acaban. Me prometo que al día siguiente sí que me levantaré más temprano, me lo juro y consigo prometérmelo, pero no lo he conseguido ningún día. Pero no pierdo la esperanza: soy muy obstinado cuando se trata de las cosas imposibles.

Me siento frente al escritorio y me lío un cigarrillo, que es lo que suelo desayunar últimamente. Los párpados me pesan, las lágrimas siguen naciendo y la luz me molesta un poco: me hace estornudar. Delante de mí, el folio en blanco de una libreta comprada la semana pasada y que se mantiene sin estrenar. El humo del cigarro asciende bailando al son de la brisa mientras yo, ya con el bolígrafo en la mano, me entretengo hojeando la libreta. ¡Como si alguna de esas hojas en blanco fuera distinta a las demás y consiguiera retenerme para escribirla! Busco un buen lugar para empezar, pero todos son iguales y no me decido.

A decir verdad, lo que no tengo claro es sobre qué escribir. Ayer y antes de ayer tenía mil ideas que revoloteaban y brillaban coloridas y fascinantes en mi cabeza. Su piar era hermoso, música celestial que llenaba de alegría mis perspectivas de futuro. Pero todas ellas parecen haber muerto. Eran buenas ideas, las pobres. Murieron como las moscas al final del verano; las ideas no tienen una vida muy larga si no se las (trans)planta. Porque aunque vuelen como moscas o pajarillos, esas no son las ideas maduras, sólo las semillas.

Hay que cogerlas con cuidado; jugando con ellas para que no sospechen, distrayéndolas y divirtiéndolas para que bajen la guardia. Si uno se termina ganando su confianza se posan en la mano. Una vez posadas puedes cerrar el puño y, sin apretar demasiado, las llevas al papel, donde echará raíces que le saldrán de las patas si todo va bien. Porque las ideas deben ser plantadas para que maduren y crezcan altas, robustas y fuertes; firmes.

Hay veces que, teniendo una de especial belleza entre los dedos, la he dejado irse por miedo a que esa ideíta tan preciosa acabase por marchitarse por falta de riego por mi parte. ¡Es que las ideas hay que cuidarlas mientras crecen! Regarlas rutinariamente y evitar que enfermen de desidia o de expectativas. Hay varias enfermedades que las atacan, pero por mi experiencia, la desidia y las expectativas son las plagas más comunes en mi casa.

Aún no he empezado. He dado sorbos al café para espabilarme, pero estoy tardando un poco. Cuando tome la decisión de escribir por las mañanas creí que iba a ser más fácil. Confiaba en retener alguna idea interesante y desarrollarla cómodamente y sin prisas a lo largo de varios días, pero ya van creo que tres o cuatro que me siento, fumo y bebo, y no pasa nada.

La gente opina que se me da bien escribir. Alguna vez he acertado con algo que dije, y ya parece que sé decir cosas interesantes. Son esas ocasiones las que espolean mis ánimos para dedicarme a esto, pero me cuesta. Si ellos supieran la de historias que he dejado cojas por dejarlas a medias… de vez en cuando oigo el martilleo de los pasos de alguna en la oscuridad. Pienso que vienen a por mí con su cojera que me acojona. Nunca me alcanzan, pero el miedo y la culpa no se me van del cuerpo. No es fácil dar con algo digno de ser contado, pero yo lo intento, de verdad. Pero como no madrugo, me cuesta centrarme. Creo que si consiguiera levantarme temprano, con esas horas de más que ahora no tengo podría dedicarlas a regar sin prisas esas ideas que ahora se mueren de sed.

Se ha consumido el cigarro y el café se enfría impunemente, con cierta socarronería me parece apreciar. Pues nada, otro cigarro que me tengo que liar. Ojalá todo fuera tan fácil como fumarse otro cigarrillo. Intenté no hace mucho ponerme a escribir una historia sobre una muchacha que he conocido y que da gusto verla y estar con ella. Pero detrás de cada idea hay un miedo que la persigue: por eso vuelan como pajarillos; huyendo de ese miedo depredador y violento. El espectáculo de la presa y el cazador es espeluznante: si la atrapa, le quita las alas a mordiscos y la deja mutilada en el suelo, desangrándose. Todos los miedos son solo boca y dientes, y si tienen lengua la usan para escupir pegajosas verdades biliosas que se secan casi al instante, petrificando todo lo que tocan. Por eso, cuando atrapo una idea debo sostener un pulso con ese miedo agazapado y atento a mis movimientos. Esa ideíta que reposa creyéndose a salvo entre mis manos hay veces que se termina convirtiendo en una ofrenda; en un sacrificio que entrego a ese maligno miedo que se relame de gula. Alimento según que miedos por temor a que si se vuelven demasiado hambrientos ataquen con más violencia. O que traspasen el umbral de la imaginación y que, primero la cabeza y luego todos los dientes, terminen por arrojarse al mundo real. Así que, de cierta manera, al no escribir nada parece que estoy salvando el mundo, al menos el mío. Pero eso es una estupidez, yo lo sé, pero me reconforta.

El pajarillo que representa a esa muchacha que he dicho es de varios colores y su trino suena primaveral. Parece mecido por las brisas que él mismo genera batiendo sus alas con suavidad; no me ha pasado inadvertido el hecho de que ese pulso de viento que el pajarillo (o la muchacha) genera influye en las demás ideas. Éstas siguen las corrientes de aire con carácter divertido y juguetón, conformando una coreografía viva y colorida.

Los miedos que persiguen al pajarillo saltan desde todos lados, insultan, rabian y se encolerizan mutuamente hasta alcanzar un estado tal de excitación que, todos a una, se ufanan en perseguir a la muchacha, despreciando a todos los demás pajarillos.

Hay ideas que se evaporan pasados unos minutos; otras mueren matadas por los miedos, siendo toda su existencia una huida pavorosa e interminable. Pero esta muchacha es inalcanzable por lo que parece. Todos los miedos la persiguen y ella parece que se divierte con ellos. Vira con elegancia, sus requiebros son vertiginosos, se gusta y adorna con piruetas y acrobacias; disminuye la velocidad cuando asciende, se sostiene en el aire un instante, quieta, sin descender ni ascender, en alguna cima invisible. Los miedos aceleran, se estorban y pisotean, corren hacia ella y cuando parece que le van a hincar el diente ella gira y, dando una vuelta sobre sí misma en un escorzo perfecto, se deja caer a plomo, con las alas bien pegadas al lomo y una sonrisina de suficiencia brota de su boca mientras va en línea recta contra el suelo. No se estrella, se posa grácilmente con sus patitas y espera. Cuando ya es imposible que cambien de rumbo o que disminuyan la velocidad, cuando los miedos están tan otra vez tan cerca que su fétido aliento lo llena todo… ella se eleva con una elegante cabriola y se va, dejándolos a todos estrellados contra el pavimento. Mueren algunos, pero pocos. El resto se cabrea aún más y en seguida retoman la persecución.

Me maravillo al verla surcar los cielos con esa elegancia tan suya; sus colores brillan al contacto de la luz y tanto le da que sea de día o de noche, pues las estrellas, cuando titilan, le mandan mensajes de admiración en morse. Ojalá pudiera yo armarme de valor o de habilidad para poder cogerla entre mis manos y llevarla hasta el folio, o mejor, besarla y que anide en mi boca, al cobijo de mi lengua. Pero sólo sé mirarla. Soy consciente de que los que la persiguen soy yo mismo. Partes de mí demasiado enfermas que solamente pretenden contagiar su pena y sus malos sentimientos a todo lo que tenga algún color. Y siento algo parecido a la pena cuando ella, tan bonita y alegre, tan suya, se posa cerca de mí como queriendo incitarme a que la coja. No sé si quiere ser atrapada, la verdad. He supuesto que sí muchas veces y no he hecho nada; igual no quiere que la acoja y sólo está jugando conmigo. Convirtiéndome en el miedo más grande y lento del mundo. Si sólo se quiere divertir, es cruel conmigo. Pero también lo es con los demás pajarillos que la siguen casi ciegamente y que ella devora de vez en cuando. ¡Pobres ideítas mías que siempre mueren, ya sea por los miedos o por esa muchacha!

Y así es normal que todos los días me parezcan el mismo y no consiga tomarme en serio mis aptitudes: siempre me pasa lo mismo, el folio en blanco trastoca todas las gamas de colores que me rodean. Si al menos consiguiera mantener viva alguna idea un par de semanas creo que podría recolectar sus frutos. ¿Pero quién querría crecer aquí y alimentarse de los improbables frutos de promesas hechas mantra? Al menos el sabor del café que se ha enfriado ya no me desagrada tanto, es dulce y áspero, pero tolerable; totalmente compatible con la pereza. Ya me he terminado el cigarro y no he hecho nada, y hacerme el tercero me parece abusar. Tampoco estamos tan mal. El bolígrafo describe círculos alrededor de mis dedos. Todo el instituto intentando conseguir hacer ese truco y es ahora cuando lo consigo. Me resulta bastante complicado engrasar las manos para que sigan el ritmo de mis pensamientos. ¿Qué va más rápido: los pensamientos, la lengua que habla o las manos que escriben? La mayoría de las ideas que he plantado son ya yerba seca. Así está el paisaje de yermo. Y como apenas hay árboles, los sentimientos que corretean por esas llanuras con pequeños y paticortos. Construyen madrigueras laberínticas que llegan hasta las humedades más profundas. Temo que acaben ciegos, como les ha pasado a los topos, y que desarrollen tanto el oído que acaben por fiarse solamente de ese sentido.

El perro ha puesto su cabeza sobre mi pantorrilla y pone esa cara que desde pequeño tan bien se le da. Me está pidiendo salir. Lo miro a él y miro al folio y pienso que me vendría bien un poco de aire. Y así, como si todo fuera elección mía y con un recubrimiento de lógico y natural, dejo de lado lo que quería hacer, lo destierro a ese luego eterno que parece el título de mi vida y me entrego de nuevo a otro día que no tendrá nada de diferente del anterior ni del siguiente; a excepción de si mi perro tiene a bien cagar en casa o en la calle.

Los comienzos.

 


Hacía varios meses que no quedaba con Manuel a solas, y si no fuera porque Leo tiene esa capacidad para aparecer cuando menos te lo esperas, lo habría conseguido el pasado martes. Manuel llegó con su acostumbrado paso lento. Parece que flota cuando estira la pierna para avanzar, parece que no pesa y que todo el suelo que pisa está mullido como los parques infantiles modernos. Me quedé mirándolo para verlo llegar, pues pienso que la forma en la que alguien llega influye en el tiempo que se queda. Y yo a Manuel lo quiero tener cerca todo el tiempo que pueda. Cuando sólo unos pocos metros lo separaban de donde yo estaba sentado, me sonrió con dulzura y empezó a quitarse los cascos que tan bien le tapan las orejas. Con la misma sonrisa, que es una mezcla tibia entre dulzura y alegría, me saludó:

— Hola, ¿cómo estás?

— ¿Qué dices, Manuel? Aquí estamos, terminando de esperarte.

Separó una de las sillas sin hacer ruido, pues parece que todo lo que hace Manuel está bañado en un mutismo encantador. Más encantador si cabe cuando descubres qué sonidos despliega cuando coge un instrumento, y da igual cual sea. Se dejó caer en la silla mientras estiraba el brazo para llamar la atención del camarero, que estaba distrayéndose con los chistes de otro cliente un par de mesas más allá. Se dio cuenta y de un salto se plantó frente a nosotros.

— Un café con leche, por favor.

— ¿Algo más? — dijo el camarero mirándome a mí con las manos en la espalda.

— A mí otro — dije cuando me percaté que el que me estaba tomando estaba ya a puntito de agotarse.

— Serán dos — dijo el camarero, que giró sobre sus tobillos grácilmente antes de volver adentro del bar.

Leo llegó unos veinte minutos después. Su voz nos llegó ascendiendo por una de las calles que desembocan en la catedral. Ese timbre cantarín y siempre alegre iba acercándose saludando a todo el que se encontraba hasta que se topó de frente con nuestra mesa. A Leo se le agrandaron esos preciosos ojos azules y vino directo a hacia nosotros y con toda la confianza del mundo se acercó una silla para sentarse al calor de nuestra conversación. Ambos, Manuel y Leo, se saludaron mutuamente y pude apreciar los matices que distinguían ambas sonrisas: una siendo comedida y cálida, emanando de los labios de Manuel como brotan las fuentes en el campo. La de Leo era más ruidosa y escarpada, formando en las comisuras de la boca unos ángulos más pronunciados. Llegamos a la hora en la que ya se permite tomar cervezas y pedimos una ronda.

— He oído que has montado otro grupo — dijo Leo dirigiéndose hacia Manuel, el cual asintió gravemente.

— Sí, otro grupo — en el tono de Manuel flotaban virutas de desidia.

— ¿Qué te pasa, no te hace ilusión? Canciones nuevas, nuevos sonidos,… — dije.

— Sí bueno. Los comienzos siempre son bonitos. Hay sonidos y letras que no encajan en el grupo anterior; uno va viviendo y lo que dijo hace siete meses difícilmente refleja lo que hoy siento. Ni si quiera las cosas que quería ser antes son las mismas ahora.

— Bueno, los cambios son buenos — dije intentando descifrar lo que Manuel sentía y le costaba expresar.

— Tío, empezar de cero trae muchas cosas buenas, puedes deshacerte de algunos pesos muertos — Leo buscaba contagiar algo de su bien humor a Manuel, que estaba hundido en la silla, con los hombros metidos algo hacia dentro y la mirada clavada en el borde de la mesa.

— Sí, si lo que decís es verdad. Pero… ¿qué pasa cuando sólo sabes empezar a contar? Los comienzos son preciosos, los de cualquier cosa. Da igual que sea un grupo de música que una persona: las primeras veces tienen una pátina efímera que las embellece, las barniza con algún tipo de aceite que además las engrasa, y así pueden dársele todas las vueltas que se quiera, que no se queman.

— ¿Y eso no te gusta? — Leo se recostó y tomó la palabra — a mí eso es lo que me mueve: el estar atento a las sucesiones de casualidades. No es tanto lo inesperado como lo nuevo. No me gusta dormirme en la rutina, me provoca legañas en el ánimo, no sé si me explico: se me crea una costra de pereza alrededor de las ganas y no hay quien me saque de cuatro calles. Y estoy a gusto, y contento, pero acabo marchitándome.

— Ya… si a mí también me gusta esa sensación — continuó Manuel, que aún tenía palabras en la boca por soltar — Pero ver crecer… Quiero tener memoria tío. Que pueda mirar para atrás y ver todo lo que he andado. ¿Sabes? Decir, joder, he estado tres años alrededor de esta movida, conociendo a tal persona, ahondando en el cariño que siento por ti, Leo; por ejemplo. Es que las inercias de los comienzos me están empezando a molestar, me pican en todo el cuerpo y sangro de tanto rascarme. Si siempre estamos pensando que si algo se desgasta o se ensucia o si molesta se puede cambiar y empezar de cero… ¿cómo se sale de ahí?

Manuel dejó en el aire el complemento de lugar hasta que, como si estuviera hecho de humo, se fundió con las nubes grises que nos sobrevolaban. El eco de un chiste malo de otra mesa llegó a nosotros y yo me sonreí ligeramente. Bebí un trago de cerveza para saborear ese silencio que tenía algo de gnóstico y del que se traslucía cierta trascendencia.

— Las cosas no pueden abandonarse cuando cansan. Hay que tener cierta fe, como en el campo, y regar y estar atento porque hay mucho tiempo en el que las cosas que están pasando no se ven, están soterradas. Ojo avizor y paciencia. Con lo bien que esperas tú tienes que estar de acuerdo conmigo. — dijo Manuel mirándome. No pude negárselo. Siempre he sostenido que la paciencia es una virtud.

— ¿Pero dónde está el límite entre la paciencia y hacer el tonto? Lo que tienen los comienzos es que se terminan. Saber que algo tiene un final te libera de cierta forma — Leo defendía su postura ligeramente echado hacia delante en la silla.

— ¿Y qué pasa con todas esas cosas descubiertas que se pierden, que se volatizan cuando empiezas otra cosa? Las cosas buenas se pierden dejando el mismo rastro que las malas, y si un comienzo es una oportunidad, también es, en cierta medida, un asesinato — Manuel estaba utilizando un tono seco y duro, pero en ningún momento parecía haberse enrocado. Sus palabras tenían las aristas afiladas pero por culpa de estar rotas.

— Pero cuando no abandonas también hay cosas que nacen y cosas que mueren, eso es irremediable, no puedes esperar que una cosa sea del todo beneficiosa, ni si quiera el agua es en grandes cantidades mejor que una sequía. Termina pudriéndose — dije.

— Es más — Leo había alzado la voz para imponerse — si lo pensamos con un poquito de imaginación podríamos decir que ese nuevo comenzar eterno es la forma perfecta del carpe diem. Siempre repitiendo, como en un eterno retorno a la casilla de salida, siempre probando, ahondando en las cosas que no sabemos. La vida como descubrimiento.

— Eso suena precioso, Leo, y tiene sentido. Pero de la misma manera que un padre que pasa mucho tiempo fuera por trabajo se lamenta de no ver crecer a sus hijos, yo me lamento de no ver que algo perdure, que se mantenga, se riegue y que se imponga a las vicisitudes varias que nos salpican y escuecen y permanezca a pesar de la gente, del tiempo y de los bajones. Creo que el cambiar constantemente es una forma de huir de uno mismo, una pataleta contra las propiedades curativas del tiempo; digo más: el reinicio crónico no busca curar nada, pretende cercenar y utilizar los restos y las vísceras vertidas como abono de nuevas víctimas.

— ¿No crees que estás exagerando un pelín? Ya has dicho asesinato y víctimas, y estábamos hablando de tu grupo nuevo… — Leo se terminó la cerveza, la cual hizo un ruido sordo al apoyarse en la mesa.

El camarero estuvo atentísimo y presto se presentó para tomarnos nota de una nueva ronda. La conversación se había tornado seria y aunque se palpaba la tensión, ninguno pensábamos abandonar. Yo por lo menos no pretendía cambiar de tema. Tenía curiosidad por los derroteros que tomaría la conversación, enroscándose sobre sí misma incansablemente, buscando tanto morderse la cola como desasirse de su propio nudo. Manuel terminó por confesarnos que ayer había hecho ya dos años desde que estaba saliendo con Clara y que eso le había hecho pensar en todas esas chicas anteriores, tan fugaces que sólo recordaba ya el nombre. Y también nos dijo que estuvo pensándose a sí mismo en la cama de esas muchachas como si se viera desde los ojos de ellas; se preguntó si él también habría sucumbido al olvido en sus cabezas. Siguió hablando de lo que había pensado y nos contó que no se sentía igual que cuando comenzó con Clara, pero que sí se había sentido igual cuando había empezado con ella que cuando salió durante dos frenéticas semanas con Teresa.

— Cada vez pienso más en la virtud que tiene el estatismo. Claro que no quiero decir que lo ideal es estarse completamente quieto, eso es estar muerto, pero sí que sostengo que a las cosas hay que echarles un poco de paciencia y que es bastante saludable adaptar la vista al tiempo y no al revés. No sé, estoy bastante contento, no se me nota pero lo estoy, pero no puedo evitar pensar en todas esas veces que por cobardía, desidia, miedo o vergüenza he cortado la progresión de mi felicidad por culpa de la promesa de un comienzo mejor, más bonito, más fácil.

No cambiamos de tema, pero lo estiramos tanto que pudimos arroparnos con él y nos fuimos tanto por las ramas que por entre las copas de cerveza llegamos a divertirnos correteando tras los argumentos de los otros como niños que no saben qué hacer y se persiguen.